«La esperanza no defrauda» (Rm. 5, 5)
- Newman Society
- 18 jul
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 25 jul
La virtud que sorprende al mismo Dios
Carlos, empleado de la aerolínea que trasladó al Santo Padre Francisco durante su viaje a Chile en enero de 2018, tenía que pedirle al Papa que ocupara su asiento para poder comenzar las labores de aterrizaje. El Papa notó un poco de vergüenza en su rostro y decidió facilitar su tarea, dándole un poco de conversación. Días después volvieron a encontrarse, esta vez Carlos venía acompañado por su pareja, Paula. Padres de dos niñas, casados solo por el civil porque el día señalado para la boda religiosa, el 27 de febrero de 2010 por la mañana temprano, el tejado de su iglesia se derrumbó a causa de un terrible terremoto que sacudió Chile. «¿Quieren que los case aquí, ahora?”, preguntó el Papa. «Sí», respondieron con emoción. «¿Están seguros?», «Sí», repitieron. El Papa volvió a preguntar una tercera vez y ellos reiteraron su decisión de amarse para toda la vida. Una vez conseguidos los dos testigos, en aquella improvisada diócesis del cielo, tuvo lugar el matrimonio: tras las advertencias y la confesión, el Santo Padre celebró el rito entre las butacas del avión; luego, en una hoja, extendieron el certificado matrimonial, que el nuncio apostólico registró en los días siguientes. «Atestigüen la belleza de ser una familia», les dijo el Papa a modo de despedida.
Para el Papa aquella historia era una historia de esperanza, todavía más: «la familia cristiana es una fábrica de esperanza, lo es sobre todo en esta época carente de sentido. Lo es para toda la sociedad. Y sin esperanza nada tiene futuro, todo es provisional, efímero, hasta la fe parece perder su sentido». La esperanza es precisamente el tema que el Papa Francisco propuesto para nuestra reflexión durante este Año Santo: «Ten esperanza, ten esperanza, y sigue teniendo esperanza», nos dice hoy desde el cielo también a nosotros.
La esperanza es una experiencia real y concreta. La ciencia confirma que la esperanza forma parte de los mecanismos de supervivencia más poderosos que existen en la naturaleza, por ejemplo para reaccionar ante las enfermedades. Se trata de una de las cualidades más complejas del ser humano. Se ha demostrado que la esperanza, la confianza y las expectativas positivas mueven una infinidad de moléculas que contribuyen a la supervivencia: la esperanza es, en realidad, una medicina que cura.
Pero es mucho más: es la certeza de que no hemos nacido para morir nunca más, de que hemos nacido para cosas grandes, para metas elevadas, para las cumbres, para disfrutar de la felicidad. Es la conciencia de que Dios nos ama desde siempre y para siempre, que nunca nos deja solos: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?… Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado», dice el apóstol Pablo (Rm. 8, 35-37).
La esperanza cristiana es invencible porque no es un deseo. Es la certeza de que caminamos hacia algo no que desearíamos que fuera, sino que ya es realmente. La esperanza nunca nos defrauda. No es optimismo —una valiosa actitud psicológica que nos hace proclives a ver las cosas desde un punto de vista favorable—. El optimismo sí que puede verse defraudado. Dios no defrauda la esperanza porque no puede renegar de sí mismo.
San Pablo se refiere a la esperanza como el casco de la salvación (1 Ts 5, 8), porque protege nuestra cabeza de nuestros pensamientos y de nuestros temores. Todos podemos ser presa de la tentación del desánimo que nos empuja a desistir en nuestros buenos propósitos; del desaliento que nos empura a la oscuridad y nos deja a merced de cualquier tentación y pecado. El enemigo mayor se encuentra dentro de nosotros, nuestros miedos, culpas y egoísmos, que alimentan el sentimiento de que no somos dignos de los regalos que Dios quiere concedernos, que no merecemos tanta grandeza, y luego a sabotearnos los sueños que Dios pone en nuestro corazón. Los monjes antiguos llamaban a esta tentación “el demonio del medio día”, capaz de acabar incluso con una vida comprometida y entregada, justo cuando en lo alto brilla el sol: es la voz que nos dice que el esfuerzo es inútil, que nunca vamos a lograr cambiar ni nosotros ni nuestro entorno; es la tentación de volvernos apáticos a todo lo que es bueno y útil. La esperanza es el casco contra estas tentaciones.
«Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo todavía hoy plantaría un árbol», dijo Martin Luther King, para expresar el valor supremo de la esperanza. Cuando no hay esperanza, entonces comienza el infierno en la tierra. Dante, en la Divina comedia, coloca en la entrada del infierno la inscripción: «Ustedes, los que entran aquí, abandonen toda esperanza». Cuando no hay esperanza no hay motivo para la paciencia, para el esfuerzo, para la bondad. Entonces cedemos a la tentación del egoísmo, de la violencia, de la crueldad, para conseguir por lo menos los placeres y bienes materiales que están a nuestro alcance aquí y ahora. Cuando falta la esperanza la vida se vuelve insoportable y no queda otra salida que el mundo ilusorio de las drogas, necesitamos anestesias que hagan un poco soportable la carga de la existencia.
Los antiguos griegos, al constatar la realidad del mal, también consideraban fundamental la virtud de la esperanza. Recordemos el mito de Hesíodo: Pandora, la primera mujer, abre una caja de cuyo interior se escapan todos los males. Cuanto todos han salido ya, en el fondo queda un minúsculo don que al parecer puede conceder la revancha contra el mal que se extiende. Se llama esperanza (Elpis). No solo es cierto que mientras hay vida hay esperanza, sino sobre todo que mientras haya esperanza puede uno mantenerse vivo. Sin aferrarse a la esperanza no hay futuro. La esperanza es lo más divino que existe en el corazón humano.
Charles Péguy, un poeta francés, escribió algunas páginas sublimes sobre la esperanza. Dice que a Dios no le sorprende que los seres humanos tengan fe, pues es la consecuencia evidente de su omnipotencia que resplandece en la creación. Tampoco le admira la caridad de los hombres, pues ésta “camina por sí misma”, hasta el punto de que “para amar al prójimo no hay sino que dejarse llevar” cuando uno contempla su necesidad, y para no amarlo “habría que violentarse” renunciando a ser humano, “ponerse al revés”. Lo que sí que sorprende a Dios, lo emociona, le hace estremecerse es, en cambio, la esperanza: que la gente vea todas las cosas malas que suceden, y sigan esperando que todo puede mejorar. La fe, dice el poeta, es una esposa fiel, la caridad una madre, la esperanza, en cambio, es una niñita pequeña, insignificante, que avanza entre sus hermanas mayores y apenas si es advertida. Sin embargo, es precisamente esa niña que pasa inadvertida, la pequeña esperanza, «la que empuja todo», «porque la fe no ve sino lo que es, y ella ve lo que será», y «la caridad no ama sino lo que es, y ella ama lo que será»

Comentarios