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Homilía Francisco

Homilía del Santo Padre Francisco

 Ceremonia de Canonización, 13 de octubre de 2019, Plaza De San Pedro

«Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Es el punto de llegada del evangelio de hoy, que nos muestra el camino de la fe. En este itinerario de fe vemos tres etapas, señaladas por los leprosos curados, que invocan, caminan y agradecen.

En primer lugar, invocar. Los leprosos se encontraban en una condición terrible, no sólo por sufrir la enfermedad que, incluso en la actualidad, se combate con mucho esfuerzo, sino por la exclusión social. En tiempos de Jesús eran considerados inmundos y en cuanto tales debían estar aislados, al margen (cf. Lv 13,46). De hecho, vemos que, cuando acuden a Jesús, “se detienen a lo lejos” (cf. Lc 17,12). Pero, aun cuando su situación los deja a un lado, dice el evangelio que invocan a Jesús «a gritos» (v. 13). No se dejan paralizar por las exclusiones de los hombres y gritan a Dios, que no excluye a nadie. Es así como se acortan las distancias, como se vence la soledad: no encerrándose en sí mismos y en las propias aflicciones, no pensando en los juicios de los otros, sino invocando al Señor, porque el Señor escucha el grito del que está solo.

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Como esos leprosos, también nosotros necesitamos ser curados, todos. Necesitamos ser sanados de la falta de confianza en nosotros mismos, en la vida, en el futuro; de tantos miedos; de los vicios que nos esclavizan; de tantas cerrazones, dependencias y apegos: al juego, al dinero, a la televisión, al teléfono, al juicio de los demás. El Señor libera y cura el corazón, si lo invocamos, si le decimos: “Señor, yo creo que puedes sanarme; cúrame de mis cerrazones, libérame del mal y del miedo, Jesús”. Los leprosos son los primeros, en este evangelio, en invocar el nombre de Jesús. Después lo harán también un ciego y un malhechor en la cruz: gente necesitada invoca el nombre de Jesús, que significa Dios salva. Llaman a Dios por su nombre, de modo directo, espontáneo. Llamar por el nombre es signo de confianza, y al Señor le gusta. La fe crece así, con la invocación confiada, presentando a Jesús lo que somos, con el corazón abierto, sin esconder nuestras miserias. Invoquemos con confianza cada día el nombre de Jesús: Dios salva. Repitámoslo: es rezar, decir “Jesús” es rezar. La oración es la puerta de la fe, la oración es la medicina del corazón.

La segunda palabra es caminar. Es la segunda etapa.. En el breve evangelio de hoy aparece una decena de verbos de movimiento. Pero, sobre todo, impacta el hecho de que los leprosos no se curan cuando están delante de Jesús, sino después, al caminar: «Mientras iban de camino, quedaron limpios», dice el Evangelio (v. 14). Se curan al ir a Jerusalén, es decir, cuando afrontan un camino en subida. Somos purificados en el camino de la vida, un camino que a menudo es en subida, porque conduce hacia lo alto. La fe requiere un camino, una salida, hace milagros si salimos de nuestras certezas acomodadas, si dejamos nuestros puertos seguros, nuestros nidos confortables. La fe aumenta con el don y crece con el riesgo. La fe avanza cuando vamos equipados de la confianza en Dios. La fe se abre camino a través de pasos humildes y concretos, como humildes y concretos fueron el camino de los leprosos y el baño en el río Jordán de Naamán (cf. 2 Re 5,14-17). También es así para nosotros: avanzamos en la fe con el amor humilde y concreto, con la paciencia cotidiana, invocando a Jesús y siguiendo hacia adelante.

Hay otro aspecto interesante en el camino de los leprosos: avanzan juntos. «Iban» y «quedaron limpios», dice el evangelio (v. 14), siempre en plural: la fe es también caminar juntos, nunca solos. Pero, una vez curados, nueve se van y sólo uno vuelve a agradecer. Entonces Jesús expresa toda su amargura: «Los otros nueve, ¿dónde están?» (v. 17). Casi parece que pide cuenta de los otros nueve al único que regresó. Es verdad, es nuestra tarea —de nosotros que estamos aquí para “celebrar la Eucaristía”, es decir, para agradecer—, es nuestra tarea hacernos cargo del que ha dejado de caminar, de quien ha perdido el rumbo: todos nosotros somos protectores de nuestros hermanos alejados. Somos intercesores para ellos, somos responsables de ellos, estamos llamados a responder y preocuparnos por ellos. ¿Quieres crecer en la fe? Tú, que hoy estás aquí, ¿quieres crecer en la fe? Hazte cargo de un hermano alejado, de una hermana alejada.

Invocar, caminar y agradecer: es la última etapa. Sólo al que agradece Jesús le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 19). No sólo está sano, sino también salvado. Esto nos dice que la meta no es la salud, no es el estar bien, sino el encuentro con Jesús. La salvación no es beber un vaso de agua para estar en forma, es ir a la fuente, que es Jesús. Sólo Él libra del mal y sana el corazón, sólo el encuentro con Él salva, hace la vida plena y hermosa. Cuando encontramos a Jesús, el “gracias” nace espontáneo, porque se descubre lo más importante de la vida, que no es recibir una gracia o resolver un problema, sino abrazar al Señor de la vida. Y esto es lo más importante de la vida: abrazar al Señor de la vida.

Es hermoso ver que ese hombre sanado, que era un samaritano, expresa la alegría con todo su ser: alaba a Dios a grandes gritos, se postra, agradece (cf. vv. 15-16). El culmen del camino de fe es vivir dando gracias. Podemos preguntarnos: nosotros, que tenemos fe, ¿vivimos la jornada como un peso a soportar o como una alabanza para ofrecer? ¿Permanecemos centrados en nosotros mismos a la espera de pedir la próxima gracia o encontramos nuestra alegría en la acción de gracias? Cuando agradecemos, el Padre se conmueve y derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Agradecer no es cuestión de cortesía, de buenos modales, es cuestión de fe. Un corazón que agradece se mantiene joven. Decir: “Gracias, Señor” al despertarnos, durante el día, antes de irnos a descansar es el antídoto al envejecimiento del corazón, porque el corazón envejece y se malacostumbra. Así también en la familia, entre los esposos: acordarse de decir gracias. Gracias es la palabra más sencilla y beneficiosa.

Invocar, caminar, agradecer. Hoy damos gracias al Señor por los nuevos santos, que han caminado en la fe y ahora invocamos como intercesores. Tres son religiosas y nos muestran que la vida consagrada es un camino de amor en las periferias existenciales del mundo. Santa Margarita Bays, en cambio, era una costurera y nos revela qué potente es la oración sencilla, la tolerancia paciente, la entrega silenciosa. A través de estas cosas, el Señor ha hecho revivir en ella, en su humildad, el esplendor de la Pascua. Es la santidad de lo cotidiano, a la que se refiere el santo Cardenal Newman cuando dice: «El cristiano tiene una paz profunda, silenciosa y escondida que el mundo no ve. […] El cristiano es alegre, sencillo, amable, dulce, cortés, sincero, sin pretensiones, […] con tan pocas cosas inusuales o llamativas en su porte que a primera vista fácilmente se diría que es un hombre corriente» (Parochial and Plain Sermons, V,5). Pidamos ser así, “luces amables” en medio de la oscuridad del mundo. Jesús, «quédate con nosotros y así comenzaremos a brillar como brillas Tú; a brillar para servir de luz a los demás» (Meditations on Christian Doctrine, VII,3). Amén.

Homilia BXVI

Homilía del Santo Padre Benedicto XVI

 Ceremonia de Beatificación, Cofton Park de Rednal - Birmingham, domingo 19 de septiembre de 2010

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Nos encontramos aquí en Birmingham en un día realmente feliz. En primer lugar, porque es el día del Señor, el Domingo, el día en que el Señor Jesucristo resucitó de entre los muertos y cambió para siempre el curso de la historia humana, ofreciendo nueva vida y esperanza a todos los que viven en la oscuridad y en sombras de muerte. Es la razón por la que los cristianos de todo el mundo se reúnen en este día para alabar y dar gracias a Dios por las maravillas que ha hecho por nosotros. Este domingo en particular representa también un momento significativo en la vida de la nación británica, al ser el día elegido para conmemorar el setenta aniversario de la Batalla de Bretaña. Para mí, que estuve entre quienes vivieron y sufrieron los oscuros días del régimen nazi en Alemania, es profundamente conmovedor estar con vosotros en esta ocasión, y poder recordar a tantos conciudadanos vuestros que sacrificaron sus vidas, resistiendo con tesón a las fuerzas de esta ideología demoníaca. Pienso en particular en la vecina Coventry, que sufrió durísimos bombardeos, con numerosas víctimas en noviembre de 1940. Setenta años después recordamos con vergüenza y horror el espantoso precio de muerte y destrucción que la guerra trae consigo, y renovamos nuestra determinación de trabajar por la paz y la reconciliación, donde quiera que amenace un conflicto. Pero existe otra razón, más alegre, por la cual este día es especial para Gran Bretaña, para el centro de Inglaterra, para Birmingham. Éste es el día en que formalmente el Cardenal John Henry Newman ha sido elevado a los altares y declarado beato.

Agradezco al Arzobispo Bernard Longley su amable acogida al comenzar la Misa en esta mañana. Agradezco a cuantos habéis trabajado tan duramente durante tantos años en la promoción de la causa del Cardenal Newman, incluyendo a los Padres del Oratorio de Birminghan y a los miembros de la Familia Espiritual Das Werk. Y os saludo a todos los que habéis venido desde diversas partes de Gran Bretaña, Irlanda y otros puntos más lejanos; gracias por vuestra presencia en esta celebración, en la que alabamos y damos gloria a Dios por las virtudes heroicas de este santo inglés.

Inglaterra tiene un larga tradición de santos mártires, cuyo valiente testimonio ha sostenido e inspirado a la comunidad católica local durante siglos. Es justo y conveniente reconocer hoy la santidad de un confesor, un hijo de esta nación que, si bien no fue llamado a derramar la sangre por el Señor, jamás se cansó de dar un testimonio elocuente de Él a lo largo de una vida entregada al ministerio sacerdotal, y especialmente a predicar, enseñar y escribir. Es digno de formar parte de la larga hilera de santos y eruditos de estas islas, San Beda, Santa Hilda, San Aelred, el Beato Duns Scoto, por nombrar sólo a algunos. En el Beato John Newman, esta tradición de delicada erudición, profunda sabiduría humana y amor intenso por el Señor ha dado grandes frutos, como signo de la presencia constante del Espíritu Santo en el corazón del Pueblo de Dios, suscitando copiosos dones de santidad.

El lema del Cardenal Newman, cor ad cor loquitur, “el corazón habla al corazón”, nos da la perspectiva de su comprensión de la vida cristiana como una llamada a la santidad, experimentada como el deseo profundo del corazón humano de entrar en comunión íntima con el Corazón de Dios. Nos recuerda que la fidelidad a la oración nos va transformando gradualmente a semejanza de Dios. Como escribió en uno de sus muchos hermosos sermones, «el hábito de oración, la práctica de buscar a Dios y el mundo invisible en cada momento, en cada lugar, en cada emergencia –os digo que la oración tiene lo que se puede llamar un efecto natural en el alma, espiritualizándola y elevándola. Un hombre ya no es lo que era antes; gradualmente... se ve imbuido de una serie de ideas nuevas, y se ve impregnado de principios diferentes» (Sermones Parroquiales y Comunes, IV, 230-231). El Evangelio de hoy afirma que nadie puede servir a dos señores (cf. Lc 16,13), y el Beato John Henry, en sus enseñanzas sobre la oración, aclara cómo el fiel cristiano toma partido por servir a su único y verdadero Maestro, que pide sólo para sí nuestra devoción incondicional (cf. Mt 23,10). Newman nos ayuda a entender en qué consiste esto para nuestra vida cotidiana: nos dice que nuestro divino Maestro nos ha asignado una tarea específica a cada uno de nosotros, un “servicio concreto”, confiado de manera única a cada persona concreta: «Tengo mi misión», escribe, «soy un eslabón en una cadena, un vínculo de unión entre personas. No me ha creado para la nada. Haré el bien, haré su trabajo; seré un ángel de paz, un predicador de la verdad en el lugar que me es propio... si lo hago, me mantendré en sus mandamientos y le serviré a Él en mis quehaceres» (Meditación y Devoción, 301-2).

El servicio concreto al que fue llamado el Beato John Henry incluía la aplicación entusiasta de su inteligencia y su prolífica pluma a muchas de las más urgentes “cuestiones del día”. Sus intuiciones sobre la relación entre fe y razón, sobre el lugar vital de la religión revelada en la sociedad civilizada, y sobre la necesidad de un educación esmerada y amplia fueron de gran importancia, no sólo para la Inglaterra victoriana. Hoy también siguen inspirando e iluminando a muchos en todo el mundo. Me gustaría rendir especial homenaje a su visión de la educación, que ha hecho tanto por formar el ethos que es la fuerza motriz de las escuelas y facultades católicas actuales. Firmemente contrario a cualquier enfoque reductivo o utilitarista, buscó lograr unas condiciones educativas en las que se unificara el esfuerzo intelectual, la disciplina moral y el compromiso religioso. El proyecto de fundar una Universidad Católica en Irlanda le brindó la oportunidad de desarrollar sus ideas al respecto, y la colección de discursos que publicó con el título La Idea de una Universidad sostiene un ideal mediante el cual todos los que están inmersos en la formación académica pueden seguir aprendiendo. Más aún, qué mejor meta pueden fijarse los profesores de religión que la famosa llamada del Beato John Henry por unos laicos inteligentes y bien formados: «Quiero un laicado que no sea arrogante ni imprudente a la hora de hablar, ni alborotador, sino hombres que conozcan bien su religión, que profundicen en ella, que sepan bien dónde están, que sepan qué tienen y qué no tienen, que conozcan su credo a tal punto que puedan dar cuentas de él, que conozcan tan bien la historia que puedan defenderla» (La Posición Actual de los Católicos en Inglaterra, IX, 390). Hoy, cuando el autor de estas palabras ha sido elevado a los altares, pido para que, a través de su intercesión y ejemplo, todos los que trabajan en el campo de la enseñanza y de la catequesis se inspiren con mayor ardor en la visión tan clara que el nos dejó.

Aunque la extensa producción literaria sobre su vida y obras ha prestado comprensiblemente mayor atención al legado intelectual de John Henry Newman, en esta ocasión prefiero concluir con una breve reflexión sobre su vida sacerdotal, como pastor de almas. Su visión del ministerio pastoral bajo el prisma de la calidez y la humanidad está expresado de manera maravillosa en otro de sus famosos sermones: «Si vuestros sacerdotes fueran ángeles, hermanos míos, ellos no podrían compartir con vosotros el dolor, sintonizar con vosotros, no podrían haber tenido compasión de vosotros, sentir ternura por vosotros y ser indulgentes con vosotros, como nosotros podemos; ellos no podrían ser ni modelos ni guías, y no te habrían llevado de tu hombre viejo a la vida nueva, como ellos, que vienen de entre nosotros (“Hombres, no ángeles: los Sacerdotes del evangelio”, Discursos a las Congregaciones Mixtas, 3). Él vivió profundamente esta visión tan humana del ministerio sacerdotal en sus desvelos pastoral por el pueblo de Birmingham, durante los años dedicados al Oratorio que él mismo fundó, visitando a los enfermos y a los pobres, consolando al triste, o atendiendo a los encarcelados. No sorprende que a su muerte, tantos miles de personas se agolparan en las calles mientras su cuerpo era trasladado al lugar de su sepultura, a no más de media milla de aquí. Ciento veinte años después, una gran multitud se ha congregado de nuevo para celebrar el solemne reconocimiento eclesial de la excepcional santidad de este padre de almas tan amado. Qué mejor que expresar nuestra alegría de este momento que dirigiéndonos a nuestro Padre del cielo con sincera gratitud, rezando con las mismas palabras que el Beato John Henry Newman puso en labios del coro celestial de los ángeles:

 

“Sea alabado el Santísimo en el cielo,
sea alabado en el abismo;
en todas sus palabras el más maravilloso,
el más seguro en todos sus caminos”.
(El Sueño de Gerontius)

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